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Las Verdades Ocultas en El Código Da Vinci (página 2)




Enviado por Lizbeth Quino Hurtado



Partes: 1, 2, 3, 4

Y no por otro camino que el de esta iglesia llegaron los
libros del Nuevo Testamento: el testimonio escrito finalmente por
los testigos de Jesús, cribado y concreto.

¿No llegó un fax del cielo? No hay
problema. Quizá fue una gran noticia para la pobre Sophie,
pero no es una novedad para nosotros.

DICHOS E HISTORIAS

Desde los primeros inicios, algunos textos cristianos
fueron valorados por encima de otros.

Y lo fueron por varias razones: tenían su origen
en la primera época apostólica; conservaban con
exactitud las palabras y los hechos de Jesús;
podían emplearse en la liturgia, la predicación y
la enseñanza para comunicar fielmente la fe en
Jesús a toda la comunidad cristiana.

Por favor, advierte la ausencia de «referencias al
sagrado femenino» o de «injurias al poder de las
mujeres» en la lista.

De todos modos, hacia la segunda mitad del siglo II, los
cristianos ya se habían afianzado en lo que
llegaría a llamarse «la regla de la fe»: dos
importantes conjuntos de escritos: los Evangelios de Mateo,
Marcos, Lucas y Juan, y las Cartas de Pablo.

¿Cómo sabemos que aquellos trabajos fueron
los seleccionados? Porque se leían en el culto y aparecen
referencias a ellos en los escritos de los Padres cristianos que
han llegado hasta nosotros.

Es realmente importante apuntar que a pesar de lo que
dice Brown, no había ochenta evangelios en
circulación. De hecho, ese número carece
absolutamente de base.

Seguramente existieron otros evangelios junto a los
cuatro de nuestro Nuevo Testamento. Lucas lo indica claramente al
comienzo del suyo:

«Ya que muchos han intentado narrar ordenadamente
las cosas que se han cumplido entre nosotros… me pareció
también a mí, después de haber estudiado
todas las cosas con exactitud desde los orígenes,
escribírtelo por su orden, distinguido Teófilo,
para que conozcas la firmeza de las enseñanzas que has
recibido».

«Evangelio» significa literalmente
«buena nueva». El Evangelio es la Buena Nueva de
nuestra salvación por medio de Jesucristo. Los Evangelios
son relatos escritos de esa Buena Nueva.

Los expertos creen que el conjunto de los dichos y
enseñanzas de Jesús sirvió de fuente a los
Evangelios, y que hubo unos pocos -El Evangelio de Pedro, El
Evangelio de los Egipcios
y El Evangelio de los
Hebreos-
que tuvieron un uso muy limitado.

El hecho es que, incluso ya a mediados del siglo II, los
Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan fueron las fuentes
primitivas que usaron los primeros cristianos para difundir la
historia de Jesús a través de la enseñanza y
el culto.

Igualmente interesante es otra clase de escritos que
mucho antes de que fueran escritos los Evangelios, leía la
comunidad cristiana durante el culto: las cartas de
Pablo.

Es cierto. Los primeros libros escritos del Nuevo
Testamento fueron las cartas de Pablo, quizá la 1
Tesalonicenses, escrita aproximadamente en el año 50 d.C.
Pablo se convirtió en seguidor de Cristo dos o tres
años después de la muerte y resurrección de
Jesús, y pasó el resto de su vida viajando, creando
comunidades cristianas a lo largo de todo el Mediterráneo
y como sabemos, murió mártir en Roma.
Escribió numerosas cartas a las comunidades que
había fundado y posteriormente, aquellas comunidades
empezaron a hacer copias de las cartas y a enviarlas a otros
cristianos. De hecho, la colección de cartas de Pablo
circulaba ya entre ellos al final del siglo I.

En la novela, Teabing describe un «legendario
Documento Q», de la enseñanza de Jesús,
escrito quizá por su propia mano, cuya existencia admite
incluso el Vaticano. La verdad sobre «Q», no es tan
sorprendente. Existe una gran cantidad de material que comparten
Mateo y Lucas, no Marcos. La hipótesis de los expertos
sugiere que podrían haber empleado una fuente documental
común, llamada «Q», por quelle, la palabra
alemana para «fuente». El Vaticano -junto con otras
muchas personas- está completamente de acuerdo con su
posible existencia.

Ahora, volvamos atrás y veamos hasta dónde
hemos llegado.

Desde muy pronto, los relatos de la vida de Jesús
-que con el tiempo fueron reunidos en los cuatro Evangelios que
hoy tenemos-, circulaban entre los cristianos, que los
consideraban un relato fiel de la vida del Cristo vivo y un
auténtico punto de encuentro con Él. También
estaban difundidas las cartas de Pablo, que se usaban para el
culto, junto a textos del Antiguo Testamento. Los escritores
cristianos los citan con frecuencia. La historia que nos
transmiten de Jesús -como Aquel a quien Dios envió
para reconciliar al mundo, que padeció, murió y
resucitó, y ahora reina como Dios y Señor- fue la
historia que moldeó el pensamiento, el culto y la vida de
los primeros cristianos.

Hablando con propiedad, no existieron
«miles», de documentos que «informaran de Su
vida como hombre mortal», ni existieron otros
ochenta evangelios que, como dice un personaje de la novela, a
partir de los cuales se eligiera solo algunos, como si se tratara
de un conjunto de códices y pergaminos en la mesa de
reunión de un consejo de administración. De eso
estamos completamente seguros.

Volviendo a los Evangelios (que es nuestro asunto
principal), no cabe duda de que los que hoy tenemos fueron
considerados como normativos por la comunidad cristiana a
mediados del siglo II. Escritores cristianos como Justino el
Mártir, Tertuliano e Ireneo -que escribieron y
enseñaron en su tiempo en Roma, África del Norte y
Lyon (en lo que ahora es Francia), respectivamente- se refieren a
los cuatro Evangelios que conocemos ahora como las primeras
fuentes de información sobre Jesús.

Sencillamente, Constantino no lo hizo.

INNUMERABLES TRADUCCIONES, ADICIONES Y
REVISIONES

Según relata la novela, en su conferencia sobre
la historia de la Biblia, después de afirmar que la
Escritura no llegó por fax, Teabing alerta a Sophie sobre
las «innumerables traducciones, adiciones y revisiones.
Históricamente, nunca ha habido una versión
definitiva del libro».

Bien, de acuerdo, si por «definitivos»
quieres decir «textos absolutamente originales escritos por
la mano de su autor».

De nuevo, esto es lo que llamamos «sofisma»:
un aspecto que aparece en una argumentación y que es
increíble.

Ciertamente, existen muchos manuscritos del Nuevo
Testamento y muchos fragmentos de los libros: más de cinco
mil fragmentos de los primeros siglos del cristianismo, el
más antiguo fechado en el 125 a 130 d.C., junto a
más de treinta datados a finales del siglo II o primeros
del III, que contienen «gran cantidad de libros enteros, y
dos que contienen la mayoría de los evangelios, los Hechos
o las cartas de Pablo» (Craig Blomberg en Reasonable
Faith,
de William Lane Craig).

En esos manuscritos aparecen algunas variaciones
insignificantes, pero es importante apuntar lo
siguiente:

«Las únicas variaciones del texto que
afectan a más de una frase o dos (y la mayoría
afectan solamente a una palabra aislada o a una frase) son Juan
7,53; 8,11 y Marcos 16, 9-20… Pero, sobre todo, el 97 a 99 %
del Nuevo Testamento puede ser reconstruido más
allá de cualquier duda razonable».

Ahora, si os tomáis la molestia, atended a
esto:

«De la Guerra de las Galias
(aproximadamente, 50 a.C.) solo hay nueve o diez manuscritos
fiables, y el más antiguo data de novecientos años
después de los sucesos que relata. Solo sobreviven treinta
y cinco libros de los ciento cuarenta y dos de la historia de
Roma de Livio, y de los veinte manuscritos, solo uno data del
siglo IV (Livio vivió desde el 64 a.C. hasta el 12 d.C.).
De los catorce libros de la historia de Roma de Tácito
solamente tenemos cuatro y medio en dos manuscritos que se
remontan a los siglos IX y X. El caso es, sencillamente, que
existe la evidencia de que los autores del Nuevo Testamento
aventajan en tiempo a la documentación que poseemos de
cualquier otro escrito antiguo. No hay base para afirmar que las
ediciones clásicas del Nuevo Testamento griego no siguen
fielmente lo que los escritores del Nuevo Testamento escribieron
en realidad».

Los cristianos sabemos que nuestras Escrituras son el
resultado de la acción de Dios a través de
instrumentos humanos. Esos instrumentos son imperfectos,
limitados, pero el caso es que el testimonio de los manuscritos
del Nuevo Testamento es, en gran parte, el de unos relatos
antiguos y convincentes, cuyas variaciones manuscritas no alteran
el significado del texto.

LA FORMACIÓN DEL CANON

Ahora bien, ciertamente hubo otros libros que circulaban
entre las comunidades cristianas e incluso, se usaban en la
liturgia. Textos instructivos como Didache y El
Pastor de Hermas.
Hubo cartas de otros apóstoles o de
los que estaban unidos a ellos. La Primera Carta de
Clemente,
escrita alrededor del 96 d.C. desde la Iglesia de
Roma a la Iglesia de Corinto, estuvo ampliamente difundida,
especialmente en Egipto y en Siria. Incluso hubo otros textos que
con el título de «evangelios» emplearon varias
comunidades cristianas: por ejemplo, un Evangelio de los
Hebreos,
un Evangelio de los Egipcios y un
Evangelio de Pedro.

¿Por qué no figuran hoy en nuestro Nuevo
Testamento?

Existen razones que es preciso aclarar aquí
frente a esas otras que no tienen nada que ver con las
maquinaciones políticas que sugiere Brown, ni nada que ver
con el Concilio de Nicea o de Constantinopla. Es también
importante señalar que los textos gnósticos en los
que Brown centra su teoría nunca fueron
considerados canónicos excepto por los autores
gnósticos que los escribieron.

Como sucede en muchas ocasiones a lo largo de la
historia del cristianismo, el motivo para determinar qué
libros eran aceptables para su uso en el culto fue la respuesta
de la Iglesia a un desafío.

Canon: De una palabra griega que significa
«regla», es el grupo de libros reconocido por la
Iglesia como inspirados por Dios y autorizados para ser empleados
por toda la Iglesia.

El desafío se produjo a mediados del siglo II y
tomó dos direcciones: la del movimiento que trataba de
reducir drásticamente el número de libros
reconocidos como Sagrada Escritura, y la del movimiento que
trataba de añadir otros libros.

El primer tipo de oposición procedía de un
hombre llamado Marción. Marción, hijo de un obispo
que, por cierto lo excomulgó, organizó un
movimiento en Roma a favor de sus creencias que, entre otros
puntos rechazaba al Dios que describe el Antiguo Testamento.
Enseñaba que las únicas Escrituras válidas
para los cristianos eran solo diez cartas de San Pablo y una
versión corregida del Evangelio de
Lucas.

Puede resultar sorprendente el hecho de que
Marción fuera hijo de un obispo, especialmente por la
afirmación de Brown sobre la enemistad del cristianismo
primitivo hacia el matrimonio y la sexualidad. En la cristiandad
oriental, tanto católicos como ortodoxos pueden casarse.
Esta tradición se remonta a la antigüedad. Por
ejemplo, san Patricio de Irlanda era hijo de un diácono y
nieto de un sacerdote.

El segundo tipo de oposición partió de los
gnósticos, ya estudiados en el capítulo anterior, y
de otra herejía llamada montanismo. Tales versiones del
cristianismo tenían sus propios libros, como hemos visto,
y la pregunta surge inmediatamente: ¿Qué lugar
ocupan? ¿Representan un conocimiento válido de
Jesús?

La presión venía por ambos lados:
Marción deseaba eliminar libros; los gnósticos
exigían la misma autoridad para los suyos. Obviamente, era
necesaria una definición.

Lo primero, pongamos en claro un punto. La necesidad de
la definición no surgió porque las personas que
estaban en el poder sintieran amenazada su posición.
Durante ese período, el cristianismo era una
minoría religiosa, perseguida periódicamente por
las autoridades romanas, y cuyos seguidores arriesgaban mucho
-incluidas sus vidas- para ser fieles a la fe en Cristo.
Permanecer fiel al Evangelio no era beneficioso. Si acaso, era
todo lo contrario.

No; la necesidad de la definición nació
por la gravedad de las consecuencias de aceptar tanto las ideas
de Marción como la idea gnóstica de Cristo. Ambas,
cada una por su lado, ofrecían una explicación
distinta que rebajaba la persona de Jesús y su
enseñanza. Ambas separaban tajantemente al cristianismo de
sus raíces judías, y en especial el gnosticismo
despojaba a Jesús de su humanidad. Ningún relato
gnóstico-cristiano incluye la Pasión y Muerte de
Jesús. Ambas presentaban una imagen de Jesús
profundamente ajena a los recuerdos que los primeros cristianos
guardaban de Él, recuerdos que están documentados
en los cuatro Evangelios, en Pablo y en la vida de la Iglesia que
iba desarrollándose.

En respuesta a estos desafíos, los líderes
cristianos empezaron a definir con mayor claridad los libros
apropiados para su uso en las Iglesias cristianas en la liturgia
y en la catequesis. Durante un par de siglos, esto se hizo a
través de estudios en común y de las definiciones
de cada obispo. Los Evangelios y las cartas paulinas eran el
núcleo comúnmente aceptado. Algunos obispos,
especialmente los de Occidente, pensaban que la carta a los
Hebreos no era aceptable, y algunos obispos orientales no estaban
seguros sobre el Apocalipsis o Libro de la
Revelación.

Sin embargo, las dudas no versaban sobre el
mérito espiritual de esos libros. Las dudas estaban
siempre relacionadas con la calidad implícita de este
proceso desde el principio: ¿Qué libros encarnaban
mejor quién era y es Jesús para toda la Iglesia?
¿Proceden esos libros de la época de los
apóstoles? ¿Coinciden los Evangelios lo que nos
dicen de Jesús? ¿Son edificantes para el conjunto
de la Iglesia o tienen un interés más
local?

No; a lo mejor estáis pensando que
discutían sobre: ¿No contendrán una historia
secreta sobre Jesús y María Magdalena que debemos
ocultar al mundo?». No. Ese no parecía ser el
problema.

Con el tiempo, cuando el cristianismo estuvo más
asentado, y desaparecida la amenaza de la persecución, los
líderes cristianos fueron capaces de reunirse y tomar
decisiones para una Iglesia más extensa. El Concilio de
Laodicea, alrededor del 363 d.C., confirmó la
enseñanza y los usos seculares de la Iglesia por medio de
una lista de libros canónicos que incluían todos
los que conocemos, excepto el Apocalipsis. En el 393, un concilio
reunido en Hipona, en el norte de África,
estableció el Canon -incluyendo el Apocalipsis-, tal y
como lo conocemos hoy, y declaró que aquellos libros eran
los libros que debían leerse en los templos en voz alta y
añadiendo, y es importante apuntarlo, que en el día
de la fiesta de los mártires, también debía
leerse el relato del padecimiento y muerte del mártir.
Esto era varios años después del decreto de
Constantino.

Resumiendo: repasemos el proceso una vez más: Los
apóstoles y otros discípulos fueron testigos de la
predicación de Jesús, de su ministerio, de sus
milagros, de sus padecimientos, de su muerte y de su
resurrección. Guardaron lo que habían visto y
oído y lo transmitieron. Desde su aparición, los
primeros textos escritos fueron constantemente comparados con la
antigua historia relatada por los primeros testigos. Finalmente,
frente a las nuevas enseñanzas surgidas en directa
contradicción con los antiguos testimonios, los
líderes de la Iglesia declararon que, por estar ligados a
los apóstoles y coincidir con los antiguos testimonios,
estos libros son los apropiados para el uso en el culto y para
transmitir la fe en Jesús.

No hay secreto, podemos añadir. No hay unos
conocimientos ocultos que los obispos hayan ido pasando de mano
en mano por orden del emperador Constantino. El proceso estaba
ahí, a la vista, desde los testimonios originales hasta la
gradual definición del canon.

Y no fueron suprimidos miles de relatos sobre
Jesús, ni tampoco ochenta evangelios. En una novela,
quizá, pero no en la realidad.

¿Y QUÉ?

Puede parecer un punto de poca importancia, pero no lo
es. Muchos lectores se han sentido desconcertados por la
versión de la historia que ofrece El Código Da
Vinci.
Parece insinuar que la Biblia que hoy tenemos es el
resultado del rechazo desleal hacia los relatos válidos de
Jesús por parte de los líderes de la Iglesia, que
se veían amenazados por ellos.

Como habéis visto, no fue así. Sí;
las manos humanas desempeñaron un papel en el
establecimiento del Canon, pero sus decisiones no fueron
motivadas por el deseo de oprimir a las mujeres o de conservar el
poder. Se vieron en la obligación -muy seriamente asumida-
de asegurarse de que la vida y el mensaje de Jesús fueran
absoluta y exactamente preservados para las futuras generaciones
en un Canon inspirado por el Espíritu Santo según
la fe cristiana. Por supuesto, hubo libros que no se incluyeron.
Unos porque no eran de aplicación universal, o porque sus
huellas no se remontaban a los tiempos apostólicos. Otros
fueron rechazados porque solamente eran descripciones de
Jesús -difícilmente reconocible como el mismo
Jesús que encontramos en los Evangelios y en Pablo- en
intentos para situarlo en filosofías y movimientos
espirituales nuevos.

CAPÍTULO 3

Elección
divina

Según El Código Da Vinci, el
cristianismo que conocemos hoy no es obra de Jesús y sus
discípulos, sino del emperador Constantino, que
reinó en el Imperio Romano en el siglo IV.

¿Es cierto?

¿Es preciso deletreado? Por supuesto que
no.

Ciertamente, el cristianismo moderno puede ser diverso,
pero el núcleo de la fe cristiana es la creencia en que
Jesús, perfecto Dios y perfecto Hombre, es el Único
a través del cual Dios se reconcilió con el mundo
-y con cada uno de nosotros-, y que la salvación (la
participación en la vida de Dios) se alcanza a
través de la fe en Jesús, que no está
muerto, sino que vive.

Hablando a través de los personajes de su libro,
Brown pretende hacemos creer que la fe es una creación de
un emperador romano del siglo IV. En su opinión (explicada
por Teabing), esto es lo que sucedió:

Jesús fue venerado como un sabio maestro humano.
Los escritos que exaltaban su humanidad fueron ampliamente
difundidos. Recordemos, «miles de ellos». Cuando
Constantino llegó al poder, se sintió inquieto por
los conflictos entre el cristianismo y el paganismo que
amenazaban con dividir su Imperio. Así que eligió
el cristianismo, y reunió en el Concilio de Nicea a
cientos de obispos a los que obligó a afirmar que
Jesús era el Hijo de Dios, y eso fue todo.

Sinceramente, esto es muy extraño.
Veámoslo poco a poco, y luego tratemos del tema crucial de
la divinidad de Jesús.

CONSTANTINO

Constantino (aproximadamente. del 272 al 337 d.C.)
inició su reinado como emperador romano en el 306 d.C. y
asentó su poder en el 312 d.C. al vencer a un rival en la
famosa batalla de Puente Milvio, en la que se sintió
fortalecido e inspirado por una visión que
consideró cristiana.

No está claro lo que Constantino vio ni
cuándo (si antes de esta batalla o después de
alguna otra). Algunas versiones dicen que se trató de
«chi-ro», las letras griegas «x» y
«r» combinadas, que son las dos primeras letras de
Cristo «X((((ç». Otros relatos dicen que fue
una cruz.

Hasta ese momento, la práctica de la doctrina
cristiana era esencialmente ilegal en el Imperio Romano y de
hecho, solo unos años antes (303 a 305 d.C.), los
cristianos habían sufrido una persecución
especialmente despiadada en todo el Imperio bajo el reinado de
Diocleciano.

(Sería oportuno detenemos aquí y
preguntamos el motivo de que el Imperio Romano encarcelara y
torturara a los que permanecían fieles a un maestro sabio,
si Jesús no era más que eso. Y ¿por
qué habían de ser una amenaza para el Imperio los
seguidores de aquel maestro sabio? En el Imperio abundaban los
sistemas y las escuelas filosóficas. No estaban
perseguidas. ¿Por qué lo era el
cristianismo?).

Por alguna razón -quizá una tenue luz de
la verdadera fe, la presencia de cristianos en su propia familia
o alguna misteriosa estrategia política-, una de las
primeras actuaciones de Constantino fue la de publicar un edicto
de tolerancia del cristianismo, que daba fin a las persecuciones
al menos por el momento.

Es cierto que durante su reinado, Constantino
amplió no solo la tolerancia, sino sus preferencias por el
cristianismo. Los motivos no están claros. Deseaba
unificar el Imperio, seriamente agitado durante un siglo por las
divisiones y los continuos conflictos. Ciertamente, la
religión representaba un instrumento en aquel proyecto, y,
quizá, él detectaba la fuerza del cristianismo y el
declive del poder tradicional de la religión romana.
Quizá influyeron los pensadores cristianos que
tenían acceso a él, y posiblemente alguien de su
propia familia, pero parece que finalmente, Constantino
decidió hacer del cristianismo la única fuerza
unitiva.

Todo ello resulta muy extraño para nosotros,
acostumbrados como estamos a la separación entre la
Iglesia y el Estado, una situación que sencillamente, no
existía en el mundo antiguo ni en ninguna cultura.
Cualquier Estado se sabía apoyado en cierto modo por el
favor divino, con la subsiguiente responsabilidad de apoyar, a su
vez, a las instituciones religiosas. Hasta Constantino, aquellas
instituciones habían sido los templos de los dioses
romanos. Cuando Constantino cambió de opinión y
apoyó a la cristiandad, asumió, naturalmente, la
misma actitud respecto a las instituciones cristianas,
financiando la construcción de templos e interviniendo en
los asuntos de la Iglesia de un modo hoy sorprendente para
nosotros.

Brown dice que Constantino hizo del cristianismo la
religión oficial del Imperio Romano. No lo hizo.
Proporcionó un fuerte apoyo imperial al cristianismo, pero
el cristianismo no llegó a ser la religión oficial
del Imperio Romano hasta el reinado del Emperador Teodosio, que
gobernó desde el 379 d.C. hasta el 395 d.C.

EL CONCILIO DE NICEA

Ciertamente, Constantino hizo convocar el Concilio de
Nicea en el 325 d.C. en Asia Menor, la zona que hoy conocemos
como Turquía. En realidad, fue la segunda reunión
de obispos que convocó durante su reinado. Aunque no todos
acudieron, y apenas alguno de Occidente, el propósito del
Concilio era el de adoptar decisiones que afectaran a toda la
Iglesia, por lo que se le llamó «Concilio
Ecuménico».

Pero ¿por qué? ¿Por qué lo
hizo Constantino? Pues bien, según Brown, lo hizo con
objeto de hacer más poderosa y más eficaz a la
cristiandad según convenía a sus
propósitos.

Un Concilio Ecuménico es la reunión de
los obispos de toda la Iglesia. Cada uno acude desde las
diócesis que ocupa. Los católicos reconocen
veintiún concilios ecuménicos. Empezando por el
Concilio de Nicea y terminando con el Concilio Vaticano II (1962
a 1965).

Un mero maestro mortal como Jesús no tenía
valor para él, pero si era el Hijo de Dios podría
serle útil.

Realmente, hemos de detenernos y considerarlo.
Trescientos obispos se reúnen en Nicea, obispos que,
según el relato de Brown, creen que Jesús fue un
«profeta mortal».

Constantino les dice que declaren que Jesús es
Dios.

Y ellos dicen: de acuerdo. Todos ellos.

De nuevo tenemos que decir: no, en absoluto. No porque
lo digan las fuentes: simplemente porque no fue
así.

¿Por qué no es lógico? Quizá
porque cuando examinas lo que hacían los obispos antes de
reunirse en Nicea no nos mostraban un Jesús como
«profeta mortal» en las liturgias que celebraban, ni
en los tratados que escribían y usaban, ni en las
Escrituras (perfectamente establecidas por ellos) desde las que
predicaban y enseñaban.

¡JESÚS ES EL
SEÑOR!

¿Es cierto que, trescientos años antes de
Nicea, lo que llamamos la cristiandad consistía realmente
en pasarse de mano en mano la sabiduría del profeta
Jesús?

No. De hecho, el cristianismo nunca lo hizo.

Cuando examinamos los Evangelios y las cartas de Pablo,
todo datado entre el 50 d.C. y el 95 d.C., lo que encontramos es
una muestra coherente de descripciones de Jesús
como un ser humano en el que Dios mora de un modo
único.

Los Evangelios muestran con toda claridad que los
apóstoles no llegaron a conocer la identidad de
Jesús hasta después de la Resurrección.
Estaban continuamente confusos, equivocados y naturalmente,
seguían siendo unos judíos fieles, capaces de
pensar sobre Jesús solamente dentro de un contexto
accesible a ellos: como profeta (sí), maestro, «hijo
de Dios» y «Mesías». En el ambiente
judío, ninguno de estos términos implicaba una
naturaleza divina, sino, más bien, el sentimiento de que
era un ser elegido por Dios.

Sin embargo, a la luz de la Resurrección,
comprendieron lo que Jesús les había insinuado
durante su ministerio y que por fin afirmó
explícitamente, como relata Juan en los capítulos
14 a 17 que Él y el Padre son uno.

Si leéis el Nuevo Testamento, lo
encontraréis expresado de distintos modos: en los
Evangelios; en el recuerdo de la concepción única y
virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo (ver
Mateo 1-2; Lucas 1-2); en todos los relatos del bautismo de
Jesús y de la Transfiguración; en la
actuación de Jesús perdonando los pecados, lo que
provocó el escándalo porque «solo Dios puede
perdonar pecados)) (ver Lucas 7, 36-50; Marcos 2, 1-12); y en
varios pasajes esparcidos a través de los
sinópticos y de Juan, en los que Jesús se
identifica con el Padre de un modo que implica que, cuando nos
encontramos con Jesús, nos encontramos con Dios en su
misericordia y en su amor (ver Mateo 10,40; Juan
14,8-14).

Si recorres los Hechos de los Apóstoles
y las cartas de Pablo, que describen a la Iglesia primitiva y
reflejan la predicación apostólica, no
podrás evitar llegar a la convicción, que se
encuentra en el núcleo de esa predicación, de que
Jesús es el Señor -no solo un gran maestro o un
hombre sabio-. (Lee 1 Colosenses o 2 Filipenses, por ejemplo,
datadas ambas un par de décadas después de la
Resurrección).

(Por cierto. el tema de esta sección no es
«demostrarte» que Jesús es una Persona divina.
Es hacerte ver que los primeros cristianos le daban culto como
Dios, y que no eran sus seguidores por considerarle un sabio y un
maestro mortal. Descifrar lo que tú crees sobre
Jesús no depende de mí, ni ¡por todos los
santos! de Dan Brown. ¡Encuéntrate con Jesús,
no a través de una novela, sino a través de los
Evangelios!).

Se profundizó en aquel conocimiento de que
Jesús comparte su naturaleza con Dios alrededor de los
siglos siguientes, como demuestra un rápido estudio de
cualquier grupo de escritos de ese período. Por poner un
ejemplo, Taciano, un escritor cristiano que vivió en el
siglo II, escribe: «No actuamos como locos, ¡oh
griegos!, ni contamos historias vanas, cuando anunciamos que Dios
nació en forma de hombre» (Oratio ad
Graecos,
p. 21).

Como hemos visto, a lo largo de esos siglos, los
maestros cristianos ya habían tenido que aclarar la fe en
Cristo frente a las herejías. Una de ellas, que
ocasionó un problema en el siglo II, fue el
«docetismo», nombre que se deriva de una palabra
griega que significa «Me parece». Los docetistas
afirmaban que Jesús era Dios, pero excluían
toda humanidad real.
Creían que su forma humana y sus
sufrimientos no fueron auténticos, sino solamente una
visión. La existencia del docetismo demuestra, de un modo
exagerado que la divinidad de Jesús estaba muy asentada
antes del siglo IV.

No es este el lugar adecuado para explicar el
significado y las implicaciones de las naturalezas divina y
humana de Jesús sino simplemente para señalar lo
profundamente equivocado que es el relato de Brown cuando se
refiere a lo que pensaban los cristianos respecto a
Jesús.

Afirma Brown que Constantino fue el inventor de la
noción de la divinidad de Jesús en el siglo IV.
Como demuestran los testimonios del Nuevo Testamento y aclaran
los tres primeros siglos de doctrina y culto cristianos no fue
así. Y si estamos realmente interesados en lo que
enseñaban y creían los primeros cristianos
sería mucho mejor que acudiéramos a una fuente
original en lugar de a una novela popular.

¿Cuál es esa fuente? El Nuevo Testamento
por supuesto, que cualquier persona seriamente interesada en
estos temas debería leer, estudiar y
reflexionar.

Y no olvidéis esto. Cuando Brown cuestiona la
persona de Jesucristo en El Código Da Vinci
jamás cita algún libro del Nuevo Testamento.
Jamás.

ARRIO Y EL CONCILIO

Ahora bien, el Concilio de Nicea tuvo algo que ver con
el tema de la divinidad de Jesús, pero no lo que dice
Brown en El Código Da Vinci.

Como probablemente sabes, si intentas explicar durante
uno o dos minutos la realidad de Jesús como perfecto Dios
y perfecto Hombre, captarás la dificultad que tienes en
entenderlo y expresarlo, pues surgen toda clase de preguntas
espinosas e interesantes que no están explícita y
directamente respondidas en la Escritura.

El Nuevo Testamento deja constancia de lo que
experimentaron los que conocieron a Jesús: un hombre
perfecto en el que encontraron a Dios, que como Dios, perdonaba
los pecados, que hablaba con la autoridad de Dios y al que la
muerte no pudo vencer. ¿Cómo explicarlo?
¿Cómo definirlo?

Eso llevó varios siglos y, como suele ocurrir en
estos casos, la necesidad de definir a Jesús con mayor
claridad y exactitud nació en el contexto de un conflicto.
Había surgido la siguiente teoría: Jesús no
era, en realidad, un ser humano, sino que Dios adoptó
forma humana como si fuera un disfraz (docetismo), lo que era
claramente incoherente con el testimonio de los apóstoles.
En consecuencia, los obispos y los teólogos tuvieron que
reexpresar el testimonio de los apóstoles de un modo
asequible para su época y que respondiera a las preguntas
que la gente les planteaba.

No era fácil, pues, como hemos dicho, es un
concepto extremadamente arduo para que lo comprendan nuestras
mentes. Pero recordemos que fue fundamental para los que
defendían la antigua creencia en Jesús como
perfecto Dios y perfecto Hombre. Y lo fue. ¿Cómo
podemos hablar de Jesús de un modo que sea completamente
fiel al complejo y completo relato de Él que leemos en los
testimonios apostólicos? Porque los Evangelios nos
describen a un Jesús hambriento, atemorizado y
enojado. Lo describen actuando con la autoridad de Dios
y venciendo a la muerte. De cualquier modo que hablemos de
Jesús, hemos de ser fieles a todo el misterioso y
apasionante testimonio de los Evangelios y de los primeros
escritos cristianos.

A comienzos del siglo IV apareció en escena un
nuevo problema especialmente atractivo propagado por un sacerdote
llamado Arrio, de Alejandría, Egipto.

Arrio enseñaba que Jesús no era perfecto
Dios: era, ciertamente, la más excelsa de las criaturas de
Dios, pero no compartía con Él la identidad ni la
naturaleza. Estas ideas llegaron a hacerse rápidamente muy
populares entre los seguidores de Arrio y entre los seguidores
del cristianismo tradicional, y hubo que convocar el Concilio de
Nicea para resolver el problema.

Así lo hizo, reafirmando la naturaleza divina de
Jesús en términos filosóficos, pues tal era
el tipo de lenguaje con el que Arrio basaba su
argumentación. El resultado es el que leemos en el Credo
de Nicea, que Jesús es: «Dios de Dios, Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la
misma naturaleza que el Padre…».

Un experto en Sagrada Escritura, Luke Timothy Johnson,
escribe en su libro El Credo:

«En el Concilio los obispos consideraron que
estaban corrigiendo una tergiversación, no la
invención de una nueva doctrina. Emplearon el lenguaje
filosófico del ser, porque se había convertido en
el lenguaje del análisis, y porque la Escritura no les
proporcionaba los términos precisos para expresar lo que
era necesario exponer… consideraban que no estaban desvirtuando
sino preservando la totalidad del testimonio de la
Escritura» (p. 131).

Y sí; el debate fue sometido a una
votación que Brown describe entrecortadamente, y que para
él significó el final de toda la aventura. Pues
bien, tanto la tradición judía como la cristiana ha
buscado de distintas formas la intervención de la
sabiduría y la voluntad divinas. Leemos, por ejemplo, que
los líderes del Antiguo y del Nuevo Testamento eran
escogidos por sorteo, porque significaba que Dios guiaba el
resultado de la elección.

Y no fue, en contra de lo que afirma Brown, una
votación reñida. Solamente dos obispos de los
aproximadamente trescientos (el número exacto
varía) votaron en apoyo de lo que Arrio enseñaba en
detrimento de Jesús.

UN ERROR MÁS

Como podemos ver de nuevo, absolutamente todo lo que
Brown dice sobre este aspecto de la historia del cristianismo es
incorrecto.

Dice que, hasta el siglo IV, la
«cristiandad» era un movimiento formado en torno a
una idea de Jesús como un «profeta mortal».
Una simple lectura del Nuevo Testamento, escrito unas pocas
décadas después de la resurrección,
demuestra que no es así. Los primeros cristianos
predicaban a Jesús como el Señor.

Dice que el Concilio de Nicea inventó la idea de
la divinidad de Cristo. Al contrario. Actuó con objeto de
preservar la integridad de esta fe constante en Jesús,
misteriosamente humano y divino.

Una nueva equivocación en cada
párrafo.

¿Cuál será la siguiente?

CAPÍTULO 4

¿Reyes
derrocados?

Detengámonos un momento y hagamos un
balance:

Hasta ahora, en nuestro recorrido a través de la
visión histórica que tan alegremente describe
El Código Da Vinci, hemos encontrado
que:

  • Las fuentes para esas afirmaciones sobre la historia
    del cristianismo primitivo varían desde la absoluta
    fantasía y la falta de base hasta lo
    irrelevante.

  • Al fabricar su versión de los hechos, no
    emplea ni una sola fuente del período en
    cuestión, como el Antiguo Testamento, los escritos de
    obispos y Padres o los documentos litúrgicos o
    históricos.

  • Sus planteamientos de la formación del Canon
    de la Sagrada Escritura, del Concilio de Nicea, del reinado
    de Constantino y del primitivo conocimiento cristiano de la
    identidad de Jesús son todos erróneos, sin
    excepción, y carecen de cualquier relación
    pasada o presente con tales acontecimientos.

En realidad, esto bastaría para no seguir
adelante ¿no es así? Pero aún no hemos
llegado a dar fin a todas las falsedades y mentiras
históricas de este libro, así que…
adelante.

Por cierto, ¿realmente Jesús
destronó reyes?

DESTRONANDO REYES Y ATRAYENDO A
MILLONES

Ha llegado el momento de investigar lo que El
Código Da Vinci
intenta mostrar como la
auténtica historia que hay tras el ministerio de
Jesús. ¿Qué enseñó?
¿Qué trataba de realizar?

Uno pensaría, naturalmente, que al primer lugar
al que deberíamos acudir cuando intentamos responder a
estas nada especialmente espinosas preguntas sería a los
Evangelios que figuran en el Nuevo Testamento. Al fin y al cabo,
solo datan de décadas después de la muerte de
Jesús, y aunque cada uno subraya distintas facetas de la
misión y la personalidad de Jesús, coinciden
sustancialmente en el núcleo de su enseñanza y en
las pautas de su vida.

Uno lo pensaría así… pues no.

Al presentarnos a Jesús, Brown no se remite a los
Evangelios.

En la novela, Teabing dice a Sophie que, por supuesto,
Jesús fue una persona real que, como había sido
profetizado, "derrocó reyes, inspiró a millones de
personas y fundó nuevas filosofías… Es
comprensible que miles de seguidores de su tierra quisieran dejar
constancia escrita de su vida».

Pues bien; no.

Conocemos un poco de la historia de Palestina y del
Imperio Romano durante la vida de Jesús. No hay
ningún testimonio escrito sobre un judío de Nazaret
que derrocara a alguien.

Es difícil calcular ciertos datos, pero podemos
estimar con toda seguridad que en la población de las
zonas donde se dice que Jesús predicó -en Galilea
en el norte y en Samaria y Judea en el sur- vivían,
según cálculos muy aproximados, alrededor de medio
millón de personas, la mayor parte de las cuales nunca
oyeron predicar a Jesús.

¿No hay una gran diferencia con esos supuestos
«millones»?

¿Por qué dice esto el personaje de
Teabing? ¿En qué se basa? Desde luego, no en
relatos históricos; eso es seguro.

Ciertamente, los Evangelios nos pintan un retrato mucho
más complejo del ministerio público de
Jesús. Por supuesto que en algunas ocasiones se
reunió con una enorme multitud, tan enorme que en una de
ellas tuvo que sacar una barca hasta el lago para predicar; pero
también fue rechazado, no solo por algunos líderes
religiosos, sino también por la gente de su ciudad natal y
de otros lugares. Sus discípulos le seguían y le
escuchaban, pero también peleaban entre ellos, y huyeron
cuando las cosas se pusieron difíciles.

Brown describe a Jesús como si fuera una estrella
del rock del siglo I, seguido por una muchedumbre de admiradores
continuamente pasmada ante su presencia.

No fue así.

¿DE QUÉ
HABLÓ?

En El Código Da Vinci, Brown no aclara
ni explica en qué consistió el mensaje de
Jesús. Hace frecuentes alusiones a Él como un
profeta y un maestro venerado, pero no es más
explícito.

Según eso, la consecuencia es que el
auténtico mensaje de Jesús está contenido en
los evangelios gnósticos que ya hemos estudiado
anteriormente, y en todo el tema de lo «sagrado
femenino».

Después de todo, ese es el punto central del
libro: se había perdido la devoción por lo
«sagrado femenino» y Jesús, especialmente a
través de su relación con María Magdalena,
intentaba restablecerla, y que gracias a ella, el mundo
recuperaría su rastro.

¿De dónde sale esto? Quizá de las
lecturas que hace Brown de los escritos de los
cristianos-gnósticos, que incluyen un estado original
andrógino de la humanidad que es preciso
restablecer.

Este tema ya lo hemos explicado antes desde luego. En
los escritos gnóstico-cristianos no hay huellas del
testimonio de ningún testigo sobre Jesús. Algunas
alusiones que contienen frases conocidas de Jesús proceden
de documentos más antiguos: la mayoría de las
veces, de los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y
Lucas).

Si esto no os convence, la segunda cuestión es el
modo extraordinariamente selectivo con el que Brown emplea los
documentos gnósticos. Esos textos han llegado a nosotros
en diversos pasajes, porque, por supuesto, el gnosticismo era
diverso. Junto a unos ocasionales ecos de lo «sagrado
femenino», encontrarás con mayor frecuencia unos
abstrusos y esotéricos sistemas de pensamiento que
incluyen destellos, contraseñas, fuerzas buenas y malas y
miríadas de niveles en el cielo. También
encontrarás antisemitismo e, inoportunamente,
también algo de misoginia.

Como indica Philip Jenkins en su libro The Hiddell
Gospels:
«Los defensores del valor de los textos
gnósticos en busca de algo que se perdió en el
movimiento y enseñanzas de Jesús, que valoraba esa
cosa que llamamos lo «sagrado femenino», nunca
parecen mencionar otros pasajes»:

«El Jesús gnóstico vino a conceder
la libertad espiritual, y en los textos encontramos repetidas
variantes sobre el tema del Salvador 'venido a destruir los
trabajos de la mujer'. En el Diálogo del
Salvador,
leemos que: 'Judas dijo… Cuando recemos,
¿cómo hemos de hacer?'. El Señor
respondió: 'Rezad en un lugar donde no haya mujeres'. Es
curioso denunciar al cristianismo por el celibato y el odio al
cuerpo, mientras se ignoran exactamente los mismos errores en el
gnosticismo…»

Así pues, no; no hay evidencias de que
Jesús derrocara reyes, fundara filosofías o se
adhiriera a lo «sagrado femenino». Los primeros
testigos, por su parte, no silencian lo que dijo, y lo que
relatan es coherente con las Escrituras y con la vida de
oración -el punto de contacto entre los cristianos y el
Dios vivo- de las primitivas comunidades cristianas.

«Simón Pedro les dijo: 'Dejad que se
vaya María, porque las mujeres no son merecedoras de la
Vida'. Jesús dijo: 'Yo las dirijo para hacerlas varones, y
así, también ellas llegarán a ser almas
vivas parecidas a las vuestras, pues toda mujer que se convierta
en varón entrará en el Reino de los Cielos'".
(Evangelio de Tomás, p. 114 [Iñe Nag
Hammadi Library,
James M. Robinson, editor, Harper &
Row, 1976]). Este es el párrafo final del escrito
gnóstico más conocido, pero que no cita El
Código Da Vinci.

El núcleo de la enseñanza de Jesús
fue el reino de Dios. Expresaba su mensaje predicando con
parábolas y con su relación con las demás
personas. A través de sus palabras y de sus hechos
enseñaba que Dios es amor: amor, compasión y
misericordia para todos. Este amor de Dios estaba presente en
Él, como lo manifestaban sus palabras y sus acciones.
Cuando Jesús actuaba, el reino estaba presente. Somos
parte del reino de Dios cuando vivimos en unión con
Jesús y cuando imitamos su vida: es nuestro modelo de
amor, de obediencia sacrificada que no lleva en cuenta el
precio.

Este núcleo no es secreto, por cierto. La lectura
del Nuevo Testamento nos revela una sorprendente coherencia en el
relato general de lo que sobre todo, era Jesús: Obediencia
a la voluntad de Dios, amor, sacrificio y
alegría.

UN JESÚS MÁS
HUMANO

Uno de los temas más frecuentes en El
Código Da Vinci
se refiere a que el cristianismo
tradicional estaba dispuesto a suprimir los escritos
gnósticos que trataban de Jesús porque
ofrecían un retrato más «humano» de El,
un retrato que perduró durante siglos hasta que
Constantino apareció en escena. Y así
sucesivamente.

Ya hemos tratado esto, señalando que el
conocimiento de Jesús como Señor, como Dios, como
Hijo de Dios, aparece claramente en los escritos del Nuevo
Testamento, que datan del siglo I.

No obstante, interesa profundizar un poco más en
la afirmación de que la historia oficial subraya la
divinidad de Jesús a expensas de su humanidad, un hecho
que los escritos gnósticos sacan a la luz. Brown habla de
ellos algunas veces, pero nunca aporta pruebas concretas que
apoyen su argumentación. ¿Hemos de
creerle?

Quizá no. Cualquiera que dedique una hora para
leer detenidamente los evangelios canónicos y, luego, un
par de consideraciones gnósticas, puede ver la falsedad de
dicha argumentación.

Porque, cuando lees los escritos gnósticos, te
puede sorprender el hecho de no encontrar a un Jesús
especialmente «humano». Es un maestro, pero hay muy
poco sobre Él que sea característica o
identificablemente humano. Reparte sabiduría, revela
secretos y deambula en medio de una suave niebla espiritual, y
habla, y habla. Y habla.

Esto tiene sentido, por supuesto, pues las doctrinas
gnósticas devalúan el mundo material, incluido el
cuerpo humano. Por ejemplo, sus escritos sobre Jesús
ignoran sin rodeos su Pasión y Muerte. Para asegurarte,
lee los textos favoritos de los gnósticos, como el
Evangelio de Felipe, el Evangelio de
Tomás
y el quizá gnóstico Evangelio
de María.
Lee todos esos extensos diálogos y
luego introdúcete en el Libro de Mateo.

«Y tomando a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo,
empezó a entristecerse y a sentir angustia. Entonces les
dijo: 'Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos
aquí y velad conmigo'».

Y luego, lee detenidamente el resto de los evangelios.
Verás a Jesús comiendo, bebiendo, enfadado,
aterrado, solo y afligido, sufriendo y muriendo.

Solamente quien desconozca absolutamente los Evangelios
puede mantener que ofrecen la imagen de un Jesús
«des humanizado». De hecho, es todo lo contrario. El
motivo de que los maestros cristianos lucharan tan esforzadamente
contra las teorías gnósticas y otras similares fue
precisamente el de que esos sistemas no resaltaban
suficientemente la humanidad de Jesús y, en consecuencia,
no eran fieles a los antiguos testimonios presentes en el Nuevo
Testamento.

Quizá, cuando Brown y otros como él
sugieren que necesitamos un Jesús más
«humano» que, según ellos, no aparece en los
Evangelios, no están al corriente de las
características que hemos expuesto anteriormente.
Probablemente se refieren a algo más. Deben estar hablando
exactamente de sexo.

¿ESTUVO CASADO
JESÚS?

En este siguiente apartado vamos a investigar el
intrigante y maravilloso personaje de María Magdalena (que
por cierto, es venerada como una santa en la religión
católica y en la ortodoxa, y no ultrajada como
insinúa Brown), y especialmente veremos las pruebas de su
relación con Jesús.

Ya que hemos estado hablando del entorno general y el
sentido de la vida de Jesús según El
Código Da Vinci,
es un buen momento para tocar el
tema del matrimonio de Jesús.

Es importante asentar desde el principio que cualquier
duda sobre el matrimonio de Jesús no se debe al
«miedo» o al odio a la sexualidad. Con extremada
frecuencia, los que defienden a un Jesús casado sugieren
que los demás no podemos ni hablar de que estuvo casado
porque somos tan enemigos del sexo que incluso pensarlo
podría hacer añicos nuestra fe, porque odiamos el
sexo.

¡Oh! ¿De verdad?

El miedo o el rechazo no son precisamente el tema
importante en este momento. El tema es saber lo que revelan las
fuentes y las mayores evidencias cuando se las estudia honesta y
objetivamente.

En El Código Da Vinci, nuestro amigo
Teabing (por supuesto) hace saber a Sophie que Jesús
estuvo casado, diciendo tajantemente: «Ese matrimonio
está documentado en la historia».

¿Dónde?

Como ya hemos indicado, el mejor «documento
histórico» que tenemos para describir la vida de
Jesús son los Evangelios canónicos, escritos
solamente unas décadas después de su muerte y
resurrección. Ciertamente tienen sus límites, como
cualquier documento antiguo, pero cuando deseamos responder a
preguntas sobre cómo era Jesús y lo que hizo, esos
textos serían los más adecuados para empezar. (Unos
textos que, repetiremos incansablemente, jamás menciona
Brown).

Y la gran noticia es esta: no mencionan a Jesús
casado. Nunca.

Ahora bien, existe un argumento relacionado con este
silencio, sobre el que alguien escribió un libro, y que
hemos oído en numerosas ocasiones: los Evangelios
silencian el matrimonio de Jesús porque el estado de
casado era el normal en un hombre judío de aquella
época, así que se daba por supuesto y esto no se
consideraba lo bastante importante como para
mencionarlo.

Brown sugiere otros motivos para ese silencio. Si no
estuviera casado, los escritores del Evangelio se habrían
tomado un minuto o dos para explicar que no estaba
casado.

Por supuesto, el argumento basado en el silencio es un
argumento astuto, pero hay algo más que decir sobre ese
tema como para dejarlo así. John Meier, de la Catholic
University of America, ha refutado hábilmente esa
explicación en su libro Un judío marginal.
Consideremos ahora dos de sus puntos:

En primer lugar, Meier critica ese argumento basado en
el silencio porque los Evangelios no ocultan otras relaciones de
Jesús. Con gran frecuencia mencionan a sus padres y a
otros parientes. Le describen poniéndose en contacto con
ellos, así como en conflicto con la gente de Nazaret, su
lugar de nacimiento. Lucas nombra incluso a las mujeres que
formaban parte de sus discípulos y le seguían,
prestándole ayuda: María Magdalena, Juana y
Susana.

Después de estos datos concretos sobre los lazos
familiares de Jesús y sobre las mujeres que le
seguían, no hay motivos para no mencionar a una
esposa.

A continuación, Meier aborda la afirmación
(que también hace el personaje de Teabing) de que el
matrimonio era absolutamente normativo para un hombre
judío en tiempos de Jesús, especialmente para un
rabino, y un Jesús soltero habría necesitado una
defensa especial con objeto de preservar su credibilidad, y que
no se habría podido tomar en serio a Jesús si
hubiese sido un hombre soltero.

Sencillamente, esta suposición es falsa. Meier
critica esta afirmación en varios aspectos. En primer
lugar, Jesús no era un rabino. Sus discípulos le
llamaban «rabbi», que significa
«maestro», pero eso no significa que fuera un rabino
en el sentido formal o institucional.

También es falsa la afirmación de Teabing,
porque ofrece un retrato monolítico del judaísmo
del siglo I que no refleja la realidad. De hecho, en aquella
época hubo al menos una secta judía cuyos miembros
permanecían célibes: los esenios, que vivieron en
comunidad en Qumran, cerca del Mar Muerto, y que dejaron los
Manuscritos del Mar Muerto.

Concretamente, en el judaísmo existe
también una tradición de personajes cuyas vidas
estaban plenamente entregadas al servicio de Dios y de la Ley, y
que eran célibes. Uno de ellos fue el profeta
Jeremías. Las tradiciones judías expuestas en los
textos del Antiguo Testamento nos ofrecen un retrato de
Moisés que después de reunirse con Dios en el Monte
Sinaí, permaneció célibe. Juan Bautista, uno
de los más importantes personajes históricos, no
estaba casado, ni en opinión de muchos eruditos, el
apóstol Pablo.

Meier concluye:

«Cuando relacionamos todas esas tendencias,
observamos que el siglo I d.C. estaba poblado por algunos
notables individuos célibes y por grupos: algunos esenios
y qumranitas, los terapeutas, Juan Bautista, Jesús, Pablo,
Epicteto, Apolunio y varios cínicos aislados. El celibato
seguía siendo una elección rara y algunas veces
censurada en el siglo I d.C. Sin embargo, era una opción
viable».

En resumen: según los textos más
creíbles no existen pruebas de que Jesús estuviera
casado, y el conocimiento del ambiente del siglo I indica que no
sería absolutamente inaudito que un individuo plenamente
dedicado a Dios fuera soltero.

LA VERDAD Y LAS CONSECUENCIAS

La afirmación de El Código Da
Vinci
de que el cristianismo tradicional devalúa la
humanidad de Jesús es absolutamente falsa. Los Evangelios
nos lo presentan sistemáticamente como un personaje real,
muy humano, opuesto a la bastante etérea figura que
encontramos en los escritos gnósticos. Muchas de las
discusiones teológicas y de los conflictos en los primeros
cuatro siglos de la historia del cristianismo reflejan la
determinación de los Padres cristianos de ser fieles a los
relatos del Evangelio, y de permanecer firmemente unidos a la
perfecta humanidad de Jesús.

Durante unos instantes, podríamos echar una
mirada a la devoción y al arte cristianos a través
de los siglos, desde el funesto día en el 325 d.C. en que
Constantino sacó a empujones del cuadro a la humanidad de
Jesús.

En el transcurso del tiempo, la oración cristiana
ha conectado con Jesús a través de sus
«aflicciones», a través de la compasión
y a través de sus sufrimientos. El genial arte cristiano
nos ofrece a un niño Jesús mamando del pecho de su
madre, a un hombre sangrando y maltratado, y también a un
cadáver devuelto a los brazos de su madre.

El que haya alguien que se tome en serio lo que se
cuenta en El Código Da Vinci dice mucho. Nos dice
que demasiadas personas -de dentro y fuera del cristianismo
están totalmente desconectadas del retrato
evangélico de Jesús y de la rica tradición
de la teología cristiana y la meditación espiritual
sobre el misterio de su humanidad. Todo lo que saben sobre
Jesús no lo han aprendido en los Evangelios ni en la
tradición cristiana, lo que les deja expuestos a las
distorsiones que podemos encontrar en El Código Da
Vinci.

¿Que el cristianismo no valora la humanidad de
Jesús? La verdad está tan próxima como la
imagen que aparece en los muros de una iglesia. Un hombre. No un
fantasma. Ni un mito. Un hombre.

CAPÍTULO 5

María, llamada
Magdalena

Realmente, El Código Da Vinci no es
justo con Jesús, pero lo es mucho menos con su supuesta
esposa, María Magdalena.

Antes de llegar a lo que sabemos sobre María
Magdalena (que no es mucho), hagamos un rápido repaso a lo
que dice Brown de ella.

Según Brown, era una mujer judía de la
tribu de Benjamín, que se casó con Jesús y
dio a luz a su hijo. Jesús trató de dejar a la
Iglesia en sus manos; esa Iglesia iba a devolver la «deidad
femenina» a la vida humana y al conocimiento general.
Después de la crucifixión de Jesús,
María Magdalena huyó a la comunidad judía de
Provenza, donde ella y su hija Sarah hallaron refugio. Su vientre
es el «Santo Grial». Sus huesos descansan bajo la
pirámide de cristal a la entrada del Louvre. El Priorato
de Sión y los Caballeros Templarios se dedicaron a
proteger su historia y sus reliquias. El Priorato le da culto
«como Diosa… y como Madre Divina».

Realeza judía… esposa de Jesús… Santo
Grial… Diosa. He aquí un completo
currículo.

Considerando que los Evangelios mencionan a María
de Magdala en escasas ocasiones, ¿de dónde proceden
esas ideas?

Bien, la respuesta está exactamente en la novela,
cuando Teabing, nuestro notable erudito, muestra su biblioteca
alardeando: «La descendencia real de Jesucristo la han
documentado exhaustivamente muchos historiadores». (De
nuevo nos encontramos con un matiz de
erudición).

Y cita La Revelación de los Templarios y
El enigma sagrado -dos obras de pedante pseudo-historia
y teoría conspiratoria-, The Goddess in the Gospels
(Las diosas en los evangelios,
en castellano) y The
Woman With the Alabaster Jar (María Magdalena,
¿esposa de Jesús?
en castellano), de Margaret
Starbird, quien, entre otros medios, emplea la numerología
-la suma de los números de su nombre- para llegar a la
conclusión de que María Magdalena fue venerada como
diosa en la primitiva cristiandad:

«Ellos conocían la «teología
de los números» del mundo helénico,
codificados en el Antiguo Testamento y basados en el antiguo
canon de la geometría sagrada derivada de los
pitagóricos desde años atrás… No era
accidental que María Magdalena llevara los números
que los cultos de la época identificaron como la 'Diosa de
los Evangelios'» (Mary Magdalme, The Beloved, por
Margaret Starbird:
www.magdalene.org/beloved-essai.htm).

Bien; detengámonos unos momentos para reflexionar
sobre todo lo que nos han dicho en esta novela: que los
Evangelios no deben consultarse o leerse en sentido literal, y
que ni por un momento nos podemos creer que transmiten cualquier
verdad sobre los sucesos que relatan. Pero ¿no nos han
dicho también que transmiten en código que los
primeros cristianos consideraban una diosa a María
Magdalena?

Bien; si la consideraban como una diosa, ¿por
qué no lo difundieron? ¿Por qué fastidiar
con ese buen Jesús crucificado-resucitado, cuando
podían dar culto a la Magdalena, si era lo que deseaban
hacer? No es como si hubiera alguna censura política,
social o cultural hacia los que deseaban dar culto a una diosa.
Seguramente no serían arrestados, encarcelados y
ejecutados por profesar una fe centrada en otra persona que
permanecerá sin nombre y que, supuestamente no
recibirá culto hasta el siglo IV.

Una vez más, antes de alborotarnos ante las
afirmaciones de El Código Da Vinci, recordemos la
importancia de comprobar sus fuentes. Estas son las
básicas en relación con María
Magdalena:

María Magdalena como esposa de Jesús y
madre de su hijo y el verdadero «Santo Grial»: El
enigma sagrado
y La revelación de los
Templarios.

María Magdalena como diosa, como origen del
«sagrado femenino»: un trabajo de Margaret
Starbird.

María Magdalena como líder designada de la
primitiva cristiandad: una variada serie de eruditos
contemporáneos que trabajan sobre textos
gnósticos.

Antes de entrar en detalles sobre esos puntos, conviene
parar, olvidar las especulaciones, y volver al lugar donde por
primera vez oímos hablar de María
Magdalena.

¿QUIÉN FUE MARÍA
MAGDALENA?

No hay duda de que María es una figura
histórica. En los Evangelios aparece con su nombre y.
junto a otras mujeres, desempeña un papel muy importante
en relación con la Pasión y Resurrección de
Jesús.

Solamente un Evangelio la menciona fuera de los
últimos días de Jesús. Se trata de Lucas,
que nos habla de la predicación de Jesús y su
proclamación de la Buena Nueva en compañía
de sus Doce Apóstoles:

«… y algunas mujeres que habían sido
curadas de espíritus malignos y de enfermedades:
María, llamada Magdalena, de la que habían salido
siete demonios; Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes.
Esas mujeres, galileas según parece, deciden compartir el
destino de Jesús, le ayudan de un modo práctico,
como proporcionándole alimento y, quizá, incluso
dinero, y Susana y otras muchas que le servían con sus
bienes».

«Magdalena» no es el apodo de
María: en aquella época no existían los
apodos. Se identificaba a las personas por su relación con
el padre o con el lugar de nacimiento. La mayoría de los
expertos creen que Magdalena significa «de Magdala»,
una ciudad en la orilla occidental del Mar de
Galilea.

Y para más datos concretos sobre María,
veamos el final de los Evangelios, donde en cada uno de ellos se
la describe asistiendo a la crucifixión y a la sepultura
de Jesús, y volviendo a la tumba en la mañana de
Pascua para ungirle el cuerpo.

Allí, según los cuatro Evangelios, Maria
recibe la Buena Noticia, primero de un ángel. Y luego, del
mismo Jesús, que no solo se aparece a María y a las
otras mujeres, sino que además, les dice que no teman, y
las envía a dar a conocer la Buena Noticia a los
apóstoles.

Así, María Magdalena fue una de las
primeras evangelizadoras o como el cristianismo oriental la ha
llamado durante largo tiempo, la
«igual-a-los-apóstoles», por haberles
anunciado la Buena Noticia de que Jesús había
resucitado.

ENTONCES, ¿QUÉ
SUCEDIÓ?

Tenemos que darnos cuenta de algo que podemos estar
dejando de lado (además de todo el asunto de la diosa,
naturalmente) en las escasas ocasiones en que se la menciona:
¿No fue una prostituta arrepentida?

Esto adquiere gran importancia en El Código
Da Vinci,
que a menudo se refiere a la identificación
de María Magdalena con una prostituta como parte de una
maliciosa conjura tramada por la Iglesia para hacer frente a
cualquier sospecha, o incluso (se dice) evidencia
histórica, del liderazgo de María Magdalena en el
cristianismo primitivo.

Veamos dos puntos: en primer lugar que la
asociación de María Magdalena con la
prostitución se extendió durante siglos en el
cristianismo occidental (aunque no en el oriental). Sin embargo,
no hay pruebas de que se hiciera como afirman Brown y sus fuentes
por maldad, por misoginia o por temor a la autoridad
femenina.

En los Evangelios aparecen varias Marías
así como otras mujeres destacadas aunque sin nombre. Los
estudiosos de las Escrituras han confundido a cualquiera de ellas
o se han preguntado por los motivos de asociar a la María
mencionada en un lugar determinado con la María mencionada
en otro.

Por ejemplo, hay dos relatos diferentes sobre las
mujeres que secan los pies de Jesús con sus cabellos. En
Lucas 7, 36-50, Jesús se encuentra con una «mujer…
que era una pecadora». y que llorando de arrepentimiento,
unge y baña sus pies. y luego los seca con sus cabellos.
Su unción se debe a la gratitud por el perdón de
sus pecados (que podemos añadir no están
explícitamente concretados). En Juan 12, 1-8 Jesús,
de camino a Jerusalén, se detiene en casa de Lázaro
(resucitado de la muerte, Juan 11) y de sus hermanas Marta y
María. María unge los pies de Jesús y los
seca con sus cabellos en una prefiguración solemne de la
unción que unos días después,
recibirá en su sepultura.

El relato de la mujer penitente aparece en Lucas, unos
versículos antes de la mención a María
Magdalena, y hubo quienes -entre ellos, el eminente papa Gregorio
I, en un sermón del 591 d.C.- asociaron a ambas. El
problema que plantea esta teoría es el siguiente: cuando
introduce a un personaje cualquiera, Lucas especifica su nombre.
Si esta mujer fuera María Magdalena, como creen muchos, la
habría identificado inmediatamente como lo hace la segunda
vez que la menciona.

Por lo tanto, como María de Betania unge a
Jesús antes de la entrada en Jerusalén, algunas
tradiciones la relacionan con la mujer que le unge en Lucas 7, y
luego con la llamada María Magdalena en Lucas 8, reuniendo
a las tres mujeres en una.

Esto es exactamente lo que sucedió en la Iglesia
occidental que hasta comienzos de la Edad Media y hasta la
reforma del calendario litúrgico en 1969, celebraba el
día de María Magdalena el 22 de julio en recuerdo
de las tres mujeres de cada uno de los relatos del
Evangelio.

Sin embargo, la Iglesia Ortodoxa oriental no
reunió a las tres mujeres, pues las consideró
siempre tres personas distintas. La Iglesia Ortodoxa honra
especialmente a María Magdalena, calificándola de
«la portadora de mirra» (una de las especias usadas
para las unciones) y calificándola de
«igual-a-los-apóstoles».

Llegamos ahora a un punto extraordinariamente
importante, un punto vital:

Brown insinúa repetidamente que María
Magdalena fue marginada y demonizada por el cristianismo
tradicional, que la pintó, dice, como una mujer libertina,
una prostituta, etc., con el propósito, se supone, de
rebajar su importancia.

Como mucho de lo que encontramos en Brown, esto no solo
es falso… es sencillamente una insensatez.

El cristianismo, tanto oriental como occidental, ha
honrado a María Magdalena como santa.

Una santa. Los cristianos han puesto su nombre a
iglesias, han rezado ante la supuesta tumba donde reposan sus
reliquias y le atribuyen milagros.

¿Es posible llamar demonizar a eso?

Respuesta: no.

En cuanto al tema de la prostitución, incluso
quienes relacionan a María Magdalena con «la mujer
que era una pecadora» de Lucas 7, no ahondan en sus culpas.
El cristianismo no hace hincapié en el pecado tras el
arrepentimiento. Ese es el resultado de la fe en Jesús.
No; María Magdalena, como lo atestigua la leyenda sobre
ella, es recordada esencialmente por su papel como testigo de la
resurrección de Jesús.

Antes del Renacimiento, las imágenes de
María Magdalena eran bastante serenas. Solo a partir de
entonces nos la encontramos como una arrepentida,
desaliñada, medio desnuda y con el cabello suelto. Los
artistas del Renacimiento mostraban un interés creciente
por una presentación más naturalista de la forma
humana, y por una integración más explícita
de las emociones en las representaciones artísticas. Esas
imágenes de María Magdalena tienen más que
ver con intereses artísticos que con el modo en que la
Iglesia cristiana hablaba de ella.

«LA CRISTIANDAD
MAGDALENA»

Este es el término que emplea la estudiosa Jane
Schaberg para describir su visión, basada en sus
hipótesis sobre el pasado, de las futuras posibilidades
del cristianismo.

Schaber y otras expertas feministas
contemporáneas, como Karen King de la Harvard Divinity
School, han aprovechado el papel prominente de María
Magdalena en algunos escritos gnósticos del siglo II en
adelante para insinuar una lucha por el poder entre el partido de
Pedro y el de María Magdalena en el interior del
cristianismo.

En El Código Da Vinci, el personaje de
Teabing declara otro tanto, al afirmar que también
Leonardo da Vinci da la clave de esta verdad, una verdad que,
asegura, está contenida en «esos evangelios
inalterados».

María Magdalena en Provenza: Una parte de la
historia de Brown sobre María Magdalena afirma que
terminó su vida en Provenza, al sur de Francia. La
tradición católica la sitúa allí, y
la acredita como evangelizadora de la gente de esa zona. La
tradición oriental afirma que fue a Éfeso y
allí evangelizó junto a San Juan
.

Veamos ahora los problemas lógicos que se derivan
sobre ello, tal y como están expresados en la
novela:

Si el partido de Pedro -al que podemos suponer vencedor,
según manifiesta repetidamente Brown en su novela- fuera
tan poderoso como para depurar a María y rebajar su
importancia, ¿por qué iba a destacar su papel
primordial en los relatos de la resurrección, y como el de
la primera persona que recibió la Buena
Noticia?

Brown nos ha dicho anteriormente que, antes de que
Constantino llevara a cabo su perversa hazaña en 325 d.C.,
los cristianos de cualquier lugar creían que Jesús
era un «hombre mortal». En este caso,
¿quiénes formaban exactamente el partido de Pedro?
Presumiblemente eran los «vencedores», lo que
significa que tenían que haber creído en la
divinidad de Jesús, porque esta fue la doctrina que
«venció». Pero, si no se inventó la
divinidad de Jesús hasta el 325 d.C., ¿dónde
estuvieron todo ese tiempo?

Por último, dejando a un lado el placer de
desvelar esas patentes inconsecuencias, volvamos a las
pruebas.

¿Existe la evidencia de que una parte de la
ortodoxia cristiana luchara por la supremacía sobre el
partido de Magdalena, y degradaran su figura durante el
proceso?

No. Se trata de una pura especulación basada en
la lectura, ideológicamente motivada, de unos textos
fechados por lo menos cien años después de la vida
de Jesús. Así lo hicieron algunas sectas
gnóstico-cristianas que surgieron a finales del siglo II,
y que atribuían a María Magdalena un papel
preponderante. En los pasajes de los escritos gnósticos
del siglo I no hay datos que indiquen una intimidad entre
Jesús y María Magdalena, ni que proporcionen
argumentos teológicos que apoyen su versión del
cristianismo y rebajen el papel de Pedro y los
apóstoles.

Esta es la cuestión: si lo sabían los
escritores cristianos ortodoxos de ese período, y si les
afectaba, probablemente habrían abordado el tema
directamente; y lo hicieron por cierto, hablando negativamente de
algunas sectas gnósticas en las que las mujeres se
comportaban como líderes o profetisas. Sin embargo, los
textos que están a nuestro alcance no critican
especialmente a algún grupo que considere a María
como líder en detrimento de Pedro. Y además, y
más extraño todavía, durante este
período en el cual se supone que María había
sido demonizada por los ortodoxos, solamente leemos alabanzas
hacia ella.

Hipólito, escribiendo en Roma en el siglo II y
comienzos del III, describe a María Magdalena como una
Nueva Eva, cuya fidelidad contrasta con el pecado de Eva en el
Jardín del Edén (una imagen empleada también
generalmente para María, la Madre de Jesús).
Igualmente llama a María «apóstol de
apóstoles». San Ambrosio y San Agustín, que
escriben aproximadamente un siglo después, se refieren
también a María Magdalena como la Nueva
Eva.

Una vez más, todo lo que dice Brown carece de
sentido. Durante el período en que se supone que el
partido de María luchaba contra el partido de Pedro por el
cuerpo de la Iglesia, los Padres le dedicaban plegarias y citaban
los Evangelios que describían su papel en las apariciones
posteriores a la Resurrección.

Ni los datos que aparecen en las Escrituras sobre
María Magdalena ni el modo en que ha sido tratada en la
tradición cristiana oriental u occidental nos permiten
aceptar las teorías de Brown.

Y como vamos descubriendo, la verdad es mucho más
interesante y más apasionante que cualquiera de las
fantasías de El Código Da
Vinci
.

CAPÍTULO 6

¿La era de las
diosas?

Para muchos lectores, uno de los elementos más
atractivos de El Código Da Vinci es la idea de la
«deidad femenina».

Partes: 1, 2, 3, 4
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